
Aquel invierno en Potsdam había sido muy duro y no sólo por el frío más intenso que el habitual, sino porque esa época, el siglo de la Ilustración, estaba llena de revoluciones y guerras. La guerra contra Luis XIV exigía un pesado tributo y Federico I, para nutrir sus ejércitos, se vio obligado a reclutar tropas de cualquier manera, y esto se tradujo en incorporaciones a la fuerza llevadas a cabo por doquier. Para la población civil era fácil ver cómo en medio del camino era detenida una diligencia por los militares, obligando a los ocupantes más jóvenes a incorporarse al ejército, perdiendo así su libertad, sin importarles los lamentos de los mismos. Pero cuando los jefes de regimiento recibieron la orden de Federico Guillermo I de incrementar los efectivos de reserva, el miedo de los jóvenes a ser reclutados aumentó forzosamente.
Pronto la moda se extendió por Francia y se empezó a adoptar ese cruel sistema de reclutamiento en los ejércitos. El mismo año se anexionaba la isla de Córcega después de la derrota de los corsos, como modesta compensación para el pueblo Francés afectado por las grandes pérdidas sufridas durante la guerra de los Siete años. Esto produjo un movimiento inusitado en las costas de la región de la Provence y del Roussillón, ya que era desde esos puertos donde la travesía era más corta hacia la reciente incorporación de Córcega, necesitada de muchos efectivos militares. Estas regiones vieron turbada su paz por el movimiento de tropas que habían adoptado la moda del reclutamiento a punta de sable, los jóvenes empezaron a vivir con desasosiego, también el idioma catalán que allí se hablaba al igual que en Córcega, era otro motivo más para el alistamiento de gente de la zona. La capital de la región era la ciudad de Béziers, famosa por sus vinos y por ser la ciudad más importante y más próxima a la zona de los cátaros. Este hecho produjo un total y absoluto cambio en la vida de la familia Daussá.
Muchísimos años antes, por el siglo XII, a pocas leguas de Béziers, el pueblo de Fanjeaux era un bastión poderoso dominado por los cátaros. El papa Inocencio II envió al monje Domingo de Guzmán para predicar contra la herejía, fundando el monasterio de Prohuille y más tarde la orden de los Dominicos, convirtiendo el lugar en el centro del contraataque político, pero sobre todo espiritual cristiano contra la herejía cátara. Domingo de Guzmán llegó a ser canonizado años más tarde como Santo Domingo.
Esta villa medieval protegida por catorce torres fortificadas, está situada sobre un pequeño monte de 360 metros por encima del nivel del mar, entre el Pirineo oriental y el Macizo central y desde donde se disfruta de inmejorables vistas. En aquella época estaba gobernada por dos co-señores feudales llamados Durfort y Guillaume. Vivía una familia de apellido Daussá y que estaba compuesta por el matrimonio y un hijo; estaban al servicio del obispo cátaro Guilhabert Dominique de Castres debiéndole obediencia y lealtad. El cabeza de familia no tenía instrucción ninguna, no se distinguía por sus modales refinados y por significarse siempre en defensa de los ideales e ideas de sus señores, pero sin ninguna concesión a lo que él pensaba que era la verdad. Esa manera de ser le aportaba a veces satisfacciones pero a veces muchos disgustos por la envidia de sus conciudadanos ya que el trato de los señores hacia él siempre se diferenciaba en algo de los demás. Este rasgo de su personalidad genéticamente había sido traspasado a su hijo y éste a la vez al suyo y así de generación en generación.
Las prédicas de los monjes del monasterio fueron dando sus frutos y poco a poco el bastión de los cátaros dejaba de tener fuerza y poderío. En la sociedad cátara las mujeres desempeñaban una misión importante ya que al no ocupar cargos públicos ni civiles podían dedicar su vida a la religión y el ascetismo, entre otras cosas podían transmitir el espíritu con la imposición de las manos.
El renegar de su religión suponía la hostilidad de sus familias y la expulsión de la sociedad. Por ello Domingo de Guzmán mandó construir el monasterio acogiendo a esas mujeres convertidas de la herejía cátara, organizándolo como lugar de descanso y recogimiento y sitio seguro para la oración además de centro de suministro para el pequeño grupo de predicadores encabezados por él mismo. En el oratorio del monasterio durante el rezo del rosario se apareció la Virgen a Domingo de Guzmán, tomando desde entonces el nombre de Santa María de Prohuille.
En 1206 se celebró un concurso de oratoria llamado “la prueba de Dios” o también “la prueba del fuego” que consistía en conceder al fuego el veredicto de la verdad, cosa que se conseguía arrojando al fuego los escritos cátaros y los cristianos; la altura y la virulencia de las llamas de unos u otros daba el irrefutable veredicto, ésa era la voz de Dios a través de las llamas. Todo el pueblo se había engalanado para ese evento, las catorce torres estaban unidas entre sí por guirnaldas de las cuales colgaban banderines con los escudos de las diferentes cincuenta familias que eran las dueñas de todos los terrenos del pueblo y alrededores. De las fachadas de los distintos castillos pendían los estandartes rematados con fl orones dorados, la guardia lucía sus mejores galas. Un equipo de carpinteros daba final a las tarimas y púlpito donde se celebraría el acto. En las calles cercanas a la plaza, algunas casas imitando a los señores también se habían engalanado con pobres trozos de lienzos de algodón pintados de manera muy burda y otras con pequeños altares coronados por todo tipo de imágenes que rozaban en algún caso lo pagano. Todo el mundo de una forma u otra quería participar en el festejo. El día transcurrió con fi estas de caballeros, trovadores, músicos, magos, juegos de cartas, bailes, vino y más vino, esperando la llegada de la noche.
Los monjes dominicos rezaban mientras oían las burlas de los cátaros que apostaban por su éxito en el fuego. Nadie sospechaba que eso iba a ser el inicio, la chispa, la gota que colma el vaso que hizo explotar los acontecimientos que sacudieron el Languedoc en los siguientes dos siglos.
Los Daussá seguían a su señor, el obispo Dominique de Castres, que con toda pompa celebraba los festejos al mismo tiempo que los controlaba y sobre todo los preparativos para la noche. Finalmente llegó la hora, ya había anochecido, los ánimos estaban enardecidos por los faustos del día, tanto por parte de unos como de otros. Se encendió el fuego y poco a poco el silencio se fue apoderando del ambiente, la plaza estaba a rebosar de ciudadanos y ciudadanas; al poco la hoguera fue tomando virulencia. Dominique de Castres era un hombre alto, obeso, con una cara pequeña protegida por una barba abundante, con ojos aguileños y una nariz estrecha y pequeña en contraste con unos prominentes labios rojizos. Vestía con una pomposa túnica de color morado cuyo tono se iba degradando hasta finalizar en una tonalidad azulada fuerte que le cubría toda la espalda ya que abrochada en su cuello bajaba por medio hombro por su parte trasera, y por delante asomaba un hábito de color naranja pálido que no disimulaba su enorme barriga. Le colgaba una gruesa cadena dorada que aguantaba una cruz muy grande que hacía equilibrios por mantenerse quieta ya que se apoyaba justo donde empezaba su gran barriga. Lentamente subió los escalones de madera que conducían al púlpito que estaba al lado del palco desde donde se arrojarían al fuego los escritos cátaros. No pronunció ninguna larga homilía; se limitó a leer algunos párrafos de sus escritos, especialmente los referentes a los males del infierno infinito.
La gente se sintió impresionada y presa del miedo al oír las palabras que hablaban de insondables e inimaginables torturas infernales. Al fi nal, al acabar una pequeña pausa, el silencio y el ambiente se podía cortar con cuchillo, y todas las miradas se concentraban en él. Dominique notó enseguida que el efecto que quería conseguir se había logrado, sabía que la ceremonia del fuego no era sino sólo eso, una ceremonia. Lo que importaba era haber entrado en todas aquellas almas. Con paso majestuoso y ya desde el palco arrojó uno a uno los textos cátaros; estos textos, a medida que iban cayendo encima del fuego lo iban apagando de manera que las llamas ya no eran altas ni virulentas, sino que habían dado paso a un humo espeso y negro.
El silencio todavía se hizo más penetrante y agudo, la familia Daussá, muy cercana a Dominique, se quedó helada, petrificada por el miedo; aquello sería una señal, sí, sin duda lo era. Cuando la multitud empezó a moverse mirándose entre ellos, el humo desapareció y de pronto el fuego empezó a avivarse: las llamas, primero pequeñas, fueron aumentando a velocidad progresiva y fi nalmente se entablaron en un gran fuego de llamas muy vivas y altas. Los cátaros habían pasado de la desesperación a la euforia y los cristianos de la euforia al desengaño, conformación y dudas, ¿sería que quizás Dios decía que el fraile Domingo no estaba en posesión de la verdad?
Dominique de Castres, que había observado todo el episodio con una parsimonia pasmosa, esta vez no pudo reprimir una sonrisa dibujada en sus labios. Habían triunfado sus ideas, él bien sabía que el fuego al principio se extinguiría si tiraba expresamente los libros de forma que ahogaran el oxígeno por unos segundos, pero cuando éste se restableciera se encendería como una tea. Por un momento estuvo dudando si habría arrojado demasiado deprisa los escritos, cosa que hubiera apagado definitivamente el fuego, lo cual hubiera sido un absoluto fracaso. Sin duda el fuego de los cristianos no podría nunca superar ni en viveza ni en altura al suyo. Pasó un rato hasta que el fuego se consumió, y entre el gentío no paraban de oírse gritos de retos entre cátaros y cristianos.
Aquello que sólo parecía un concurso de oratoria iba a ser sin duda el inicio de sucesos terribles en los años venideros.
La familia Daussá participaba en la alegría de los seguidores de su obispo y no dejaban de homenajear a su señor. Los niños correteaban haciendo mil y una travesuras, aprovechando el ambiente relajado de sus padres; en general todos estaban contentos, pero en el fondo de sus almas quedaba un rescoldo de odios y rencillas que a poca brisa que hubiera, podía animar y enardecer los ánimos. Al consumirse el fuego y ya habiendo preparado el nuevo, llegó el momento de Domingo de Guzmán que acompañado por el venerable Diego de Acebes y media docena más de monjes ascendían por las escaleras cantando el angelus a modo de maitines; el séquito llevaba un hábito negro que acabada en una amplia capucha, a algunos se les podían ver las sandalias y poca cosa más, y caminaban lentamente con la cabeza reclinada en actitud oratoria.
El prior Domingo llevaba un hábito blanco y de una ropa más ligera, de manera que en sus movimientos se podía adivinar su poca envergadura, su cara aguileña, rodeada de una fi na barba pelirroja que hacía resaltar sus ojos agudos y una boca apenas perceptible, aguantaba un cetro pequeño en su mano rematado por una pequeña cruz a diferencia de los otros monjes que llevaban un cetro más burdo y grueso cuyo pináculo soportaba una cruz grande. Se dirigió al gentío, que estaba expectante, habló brevemente pero de manera muy contundente y firme, exhortaba a que sólo la fidelidad al papa Inocencio II era el camino de la verdad y la salvación, cualquier otro desvío conducía a los infiernos. Al acabar lanzó una mirada como oteando el horizonte, mirada que todos percibieron como dedicada a ellos mismos, y seguidamente arrojó sin más los escritos a la nueva hoguera.
Todos aguantaban la respiración, los segundos se hacían eternos, la noche presentaba un cielo sereno medio iluminado por una luna en cuarto menguante, el ambiente invitaba al misterio y el miedo. A diferencia del anterior fuego, éste no se hizo esperar, de golpe el fuego tomó una virulencia atroz, enorme, las llamas subieron tres veces más altas que las anteriores. Fue tal la fuerza del fuego que la gente se tuvo que apartar para no ser abrasada, lo cual hizo que empezara a cundir el pánico, las llamaradas alcanzaron el palco que empezó a arder y de ahí al escenario que al ser de madera fue presa fácil del fuego; los monjes cristianos huyeron despavoridos y los cátaros tuvieron que salir también a toda prisa. El gentío, totalmente fuera de control de manera desordenada y alborotada, se convirtió en marabunta de bisontes alocados; aquello sin duda era una señal de Dios, un castigo a sus herejes. Lo que momentos antes habían sido retos más o menos jocosos se convirtieron primero en amenazas serias y luego en agresiones físicas que devinieron en una batalla doméstica. La señal para los cristianos era contundente, debían expulsar a todos aquellos que no quisieran volver al cristianismo.
Para los cátaros aquello había sido una burla, una ignominia de los cristianos, acusándolos de no haber limpiado bien los rescoldos de la hoguera anterior habiéndola embadurnado de sebo, para dar una viveza artificial al fuego.
El obispo Guilhabert salió hacia la población de Pieusse donde creó el obispado de Raser y más tarde se replegó en el castillo de Montsegur que se constituyó como la sede de los cátaros.
La familia Daussá fue librada del servicio del obispo y éste les compensó por su fidelidad con el otorgamiento de un lugar fi jo en el mercado de Béziers. Se inició de este modo el éxodo de la familia hacia esa ciudad, que en una primera etapa se aposentó en la cercana población de Montreal, población fortificada que les daba un respiro en su retirada. Su magnífica iglesia de Saint-Vicent, uno de los más bellos edificios de la región del Aude, de un estilo gótico meridional y con un excepcional pórtico bordado de piedra en forma triangular, era visitada por multitud de peregrinos, circunstancia que aprovechó la familia para vivir una temporada larga sin levantar sospechas en esa villa totalmente católica. Sin embargo la Santa Inquisición estaba en su pleno apogeo y las persecuciones y sus posteriores juicios eran ya generalizados, de manera que todo aquel que en uno u otro momento hubiera tenido cualquier tipo de colaboración con los cátaros debía tener mucho cuidado. Los Daussá ya no tenían la protección del obispo y Simón de Montfort asediaba sin piedad a los cátaros. Por otro lado los caudales ahorrados se acababan, era necesario emprender el camino hacia Béziers, para tomar posesión del puesto en el mercado.
Antes de su destino llegaron a la ciudad de Carcasona, situada a orillas del río Aude y que estaba totalmente amurallada en el más puro estilo arquitectónico medieval románico y gótico, donde residía el vizconde Bernard-Anton de Trencavel. Ciudad en la que la familia encontró dentro de sus murallas un nuevo respiro antes del fi nal de su viaje, y que sobrevivió ejerciendo mil y un miserables trabajos; sin embargo la suerte les tocó de pleno ya que al volver a reemprender la marcha hacia Béziers, salieron de la ciudad pocos momentos antes de que ésta fuera reducida a cenizas por las tropas del rey de Francia.
Finalmente llegaron a Bézierss donde tomaron posesión del puesto del mercado. Los acontecimientos vividos forjaron un carácter, sobrio, liberal y emprendedor que se fue transmitiendo de generación a generación.
La vida en estos años estuvo llena de penalidades y privaciones para esas generaciones, pero todo empezó a cambiar en los albores de mediados del siglo XVIII.
Aquel mes de agosto de 1769 hacía un calor extraordinario en Béziers, Pierre Daussá secaba constantemente el sudor de la frente de su esposa Chantal, mientras las parteras ayudaban en el parto, que fue lento y complicado dejando a Chantal completamente agotada mientras su hijo profería el primer sonido de su vida en un lloro potente y reiterado. Era el día quince del caluroso mes, y el niño recibió el nombre de Tou.
Casualmente lejos de allí, pero ese mismo día, en la ciudad de Ajaccio, Leticia, esposa del ayudante de Paoli conocido por el conde Buonaparte, da a luz un varón que recibe el nombre de Napolione.
Pronto Tou aprendió a ayudar a sus padres pero una epidemia de cólera se llevó a su padre y pocos días después a su madre. Tenía siete años. Los años siguientes los pasó con su padrino que lo había adoptado como a un hijo. El niño Tou era tan pobre que sólo tenía lo que le habían dejado sus padres, el apellido Daussá que en francés se pronuncia dosá dejando resbalar la ese encima de la punta de la lengua doblada formando un canal con ella, como si se tratara de un esquiador bajando una suave pendiente, deslizando sus esquíes sobre la blanca nieve. De modo que se podía decir que aparte de tener un apellido matemático, es decir la suma de 2+A, siempre acarreó el inconveniente de ver anotado incontables veces su apellido con una sola ese, e incluso la interminable discusión de si esa segunda ese se añadió posteriormente, que si provenía de las Baleares, que si esto que si lo otro.
Al cumplir los veinte años el joven Tou empezó a pensar en todos esos años vividos con el padrino, que lo había adoptado y empleado como mozo para que arrastrara el carro cargado de fruta y la colocara ordenadamente en el puesto del mercado de Béziers. En realidad el padrino no era familiar suyo, pero Tou lo consideraba como su padre. Tou empujaba el carro por encima de las calles cuyo empedrado provocaba que las ruedas se clavasen continuamente, efecto que sólo su experiencia le hacía sortear con éxito.
El mercado estaba situado en el boulevard Torventouse, cerca de la vera oriental del canal de Midi y de la catedral de St. Nazaire. Edificio románico incendiado en el año de 1209 y cuya reconstrucción acabó a mediados del siglo XIII, estaba situado en la parte baja de la ciudad donde convergían múltiples regueros de agua y arroyuelos que bajaban de la parte alta y que minaban y cubrían esa zona produciendo un barro mezclado con todo tipo de residuos que exhalaban un hedor terrible a estiércol, excrementos de ratas y col podrida. En época de verano, cuando el sol caía a plomo sobre el empedrado del suelo, el hedor se extendía sobre las calles adyacentes como una nube de niebla baja. Las calles eran tan estrechas que los transeúntes chocaban continuamente y aún las más anchas no permitían el paso de dos carruajes que tenían que hacer multitud de maniobras para pasar. Para llegar al mercado se debía atravesar un puente que tenía el piso de tablones de madera en bastante mal estado que despedían olor a madera podrida y orines de gatos. Esta circunstancia le obligaba a aminorar el paso, lo que le permitía poder contemplar cómo se deslizaban las barcazas llenas de multitud de materiales y las barcas de remos empujadas por la corriente de las aguas turbias que formaban mil y un remolinos y que seguían su curso hacia el oeste, camino del mar. Pensaba que algún día seguiría ese camino alejándose de allí, soñaba que surcaba las aguas del canal atravesando viñedos iluminados por el sol, hermosas aldeas y fi nalmente playas transparentes donde podría correr sin parar. Sólo ponía imágenes a las historias que su padrino al calor del fuego le contaba, en los días de lluvia que no se trabajaba. Llegando al mercado, al ser éste un espacio más libre, tenía el piso más saneado pero no exento de barro y todavía a primera hora de la mañana se notaban los olores aún vivos de manzanas podridas y hortalizas descompuestas del día anterior. Tou solía llegar de los primeros para obtener buen sitio, que en poco tiempo se llenaba de carros de vendedores de verduras, huevos, hortalizas, aves, cereales, granos, patatas, telas, vasijas, velas, clavos y multitud de objetos con los cuales se comerciaba durante todo el día; los mostradores de carne se encontraban algo apartados del conjunto ya que siempre formaban una especie de corporativismo que los separaba del resto como si de una clase superior se tratara. Entre los toldos y las ruedas de los puestos de los mercaderes, Tou maduró rápidamente zafándose con mayor o menor éxito de los truhanes mayores que él y que pretendían robarle alguna pieza de fruta o simplemente burlarse.
Al finalizar el día volvía a empujar el carro por donde había venido, otra vez sorteando el empedrado de las calles, intentando no pisar el canal central que se formaba en algunas de ellas por donde circulaba el agua residual a modo de cloaca. A Tou le divertía apartar a patadas las ratas que campaban a sus anchas y sortear los chorros de aguas sucias que en cubos tiraban las señoras desde las puertas de sus casas al grito de: “Agua va”. Cuando llegaba a su casa en la rue Pierre Pouget, muy cerca del puente en la orilla occidental, ya a las afueras de la ciudad desde donde se veía con claridad la silueta de la magnifica catedral de St. Nazaire y sobre todo se oían claramente sus campanadas, guardaba el carro en un cobertizo y ordenaba la mercancía. Dentro del pequeño habitáculo que servía de almacén y de vivienda, se acercaba a la chimenea donde generalmente humeaba una caldera con un caldo espeso. A diferencia de las otras casas donde siempre había suciedad y olor a polvo enmohecido y coles fermentadas, allí las frutas almacenadas habían ganado la batalla al ambiente de madera y humo de la chimenea y se respiraba un aire con sabor a las más diversas frutas que cambiaba en función de la época del año. A Tou le gustaba especialmente el verano cuando el olor a sandía y melón se imponía sobre cualquier otro.
Generalmente cenaba un caldo al que ocasionalmente su padrino añadía algún trozo de carnero si había habido suerte; después a la luz de las velas su padrino le enseñaba a leer y escribir y le explicaba cosas de la urbanidad, la educación y la higiene, pues poco a poco se había ido encariñando con él de manera que finalmente lo cuidó como a un hijo.
El padrino había sido un caballero de educación refinada poseedor de una gran fortuna que quiso el destino que se viera involucrado en una trama urdida por sus familiares y amigos más íntimos con el propósito de apoderarse de sus caudales. Todo acabó en un juicio, más parecido a un juicio bufo que a otra cosa, del cual salió condenado a veintidós años de prisión por no pagar los censos que fue el único cargo que se le pudo demostrar. La dureza de la pena fue impuesta por el juez que estaba involucrado en la trama. Acabó en la cárcel de “la Maison de Force” situada en la ciudad de Gantes, en el Mediodía francés. Esa prisión se consideraba la más segura por ser la primera que se había construido en forma de estrella octogonal y de la cual era imposible cualquier fuga.
Un día el padrino enfermó con grandes dolores intestinales, y ante la sospecha de un cólera lo trasladaron enseguida al hospital; los enfermeros y guardianes tenían la seguridad de que tenía esa enfermedad, por eso relajaron las atenciones, los unos sin atenderlo médicamente y los otros sin vigilarlo. Y así en un momento de calma de los dolores pudo escapar por una ventana con mucha facilidad. Ello le supuso tener que vivir escondido durante el resto de su vida, y para tal efecto escogió una población mediana. No había olvidado sus agravios; ya pensaría la manera no tan sólo de realizar su venganza, sino de recuperar lo perdido.
Llegado a Béziers después de múltiples aventuras coincidió un día que teniendo la familia Daussá que presentar una reclamación sobre el espacio del puesto del mercado que desde generaciones venía disfrutando, pidieron al padrino que por ser un hombre instruido les ayudara en tal menester.
Desde ese episodio el padrino acogió la hospitalidad de la familia que le venía perfecta para darse cobertura entre el bullicio del mercado, de tal modo que muy pronto lo consideraron como a un hijo, y él a ellos como su verdadera familia, mientras que para el pequeño Tou era el héroe de sus aventuras imaginarias.
Estas duras vivencias no le habían hecho abandonar sus refinados modales y sus conocimientos de las letras, pero sobre todo el sentido de la responsabilidad; conocimientos y costumbres que iba destilando a su ahijado, de manera que Tou acabó adquiriendo un carácter ávido de aprender y un cierto porte que lo hacía un tanto distinto de los otros mozalbetes de su edad. Esa característica le hizo ser el preferido de muchas señoras de los puestos del mercado, quien veían en él a un niño agradecido, cariñoso y educado, al que solían mimar con algún pequeño dulce o simplemente una sonrisa, lo cual era la envidia de los otros niños que deambulaban entre las paradas, totalmente ociosos.
A pesar de la vida de miseria que llevaban, ambos intentaban ir siempre limpios y aseados, y el padrino le decía que el estómago que quiere ser satisfecho no se ve, pero la cara y aspecto miserables sí se ven.
Un día se presentó en el puesto del mercado un comerciante ofreciendo telas para comprar; decía que venía de muy lejos y explicaba muchas historias de sus viajes. Tou se quedó perplejo escuchando embelesado los relatos del viajante al que no paraba de hacer preguntas, y fue él quien le alertó de la llegada de tropas que buscaban jóvenes para la milicia destinada al destacamento de la isla de Córcega. El comerciante le explicó que más hacia el sur después de pasar unas montañas que llamaban Pirineos estaba la península Ibérica y la región de Cataluña donde hablaban un idioma parecido al de Béziers, y que allí había mucho trabajo y demanda de obreros para el pelado de un árbol llamado alcornoque y de cuya piel se extraía el corcho para manufacturar muy diversos productos, sobre todo para tapones para las botas de vino. El comerciante, viendo que le prestaba mucha atención, continuó detallando su discurso.
–Conocerás el árbol porque tiene unas ramas que casi tocan el suelo y están retorcidas como un tornillo, son ramas muy robustas, y tiene una piel irregular como si lo hubieran tapado con una piel de carnero; en alguna parte se puede cubrir de un musgo verde, verás que algunos tienen el tronco liso de color rojizo porque ya se les arrancó la corteza que es el corcho.
Tou que escuchaba atentamente se atrevió a preguntar, aunque titubeaba un poco, como sin ánimo de hablar.
–¿Y ese árbol tan raro tiene hojas?
El comerciante sonrió, le hacía gracia la agudeza de la pregunta, pensó la respuesta y prosiguió:
–Naturalmente, tiene hojas que son como mágicas y se defienden con su contorno dentado, tienes que ir con cuidado para no pincharte. La palabra “mágica” hizo mella en Tou, enseguida se imaginó un bosque lleno de sorpresas, de caballeros y soldados, puso cara de asombro pero aún siguió preguntando, esta vez con más determinación.
–¿Y qué forma tienen esas hojas?
–Bueno, cómo te lo explicaría, tienen una forma ovalada y son de un verde brillante por encima y blanquecinas por debajo.
–Ah, son del color de algunas manzanas… ¿no?
−Sí –le contestó riendo su respuesta.
Tou, acostumbrado a trajinar con la fruta, asociaba siempre los colores con las diversas clases de frutas y verduras. Después se quedaron callados.
El comerciante introdujo su mano en la bolsa que llevaba y extrajo un trozo de corcho como de unos doce centímetros, se lo alcanzó indicándole que si algún día iba hacia allí reconocería el sitio cuando viera la corteza de los árboles igual a ese trozo que ahora le daba. Tou recogió el testigo, lo estuvo observando con detenimiento y se lo guardó con cuidado.
Aquella noche el comerciante partió hacia París. Tou, ya solo en su catre, estaba inquieto, no podía dormir, sacó el trozo de corcho y lo volvió a acariciar, lo observó detenidamente; entonces sintió una sensación extraña y familiar, en ese momento supo que su vida había cambiado y se quedó dormido. Por la mañana, el padrino no se levantó, sus ojos parecían estar fuera de sus órbitas, casi no podía respirar, le volvían los dolores intestinales que le hubieron salvado de la cárcel pero que ahora se cobraban su tributo. Aún tuvo las fuerzas suficientes para indicar a su ahijado que tomara el saquito de monedas que tenía a buen recaudo debajo de su litera, y al poco falleció. Ya se había hecho de día. Fuera, por encima del canal, llegaba como una fi na lluvia de sables y correrías, de los soldados que buscaban reclutar gente joven. El día estaba cubierto por cirros de color gris casi negro presagiando una pronta tormenta.
Ese año de 1789 el teniente Napoleone Buonaparte desembarca en Córcega, tenía 20 años.
Tou permaneció en casa al lado de su padrino. Éste no le había hablado de la muerte pero él había convivido con ella de modo que supo contener su dolor, ahora compartido con el miedo a los rumores cada vez más cercanos de las tropas. Ya de noche emprendió el viaje hacia el sur, y unos vecinos se hicieron cargo del resto. Caminó durante muchas jornadas, evitaba las grandes ciudades no fuera a encontrarse con las tropas. Cada día el cansancio se acumulaba y le costaba más adelantar.
De este modo una jornada quiso descansar en la vera del camino pero el agotamiento le venció y se quedó completamente dormido.
Un ruido inesperado del vuelo nervioso de una bandada de pájaros le despertó súbitamente. Por la poca luz que había, se apercibió de que se había quedado dormido muchas horas. Rápidamente reemprendió el camino, era menester encontrar algún trabajo, había pasado casi un mes desde su marcha y las monedas se le estaban acabando. Al final del camino veía un pueblo, en sentido contrario oyó el ruido de una carruaje; anochecía, era ya tarde; se volvió y vio a lo lejos dos pequeñas luces que se movían y que poco a poco se acercaban, esperó hasta que las luces estuvieron a su altura; era una diligencia, iba vacía y el carretero al verlo se paró y le hizo ademán de que subiera al cabestrante a su lado. Al rato llegaron a la ciudad de Girona, allí el cochero dejó dormir a Tou en las caballerizas.
Al día siguiente ya trabajaba como mozo para la casa de viajeros; nada sabía de caballos ni de carruajes, pero poco a poco, pasando el tiempo, supo conocer los trucos de los diversos tipos de carruajes así como de sus tiros.
Al cabo de algunos meses incluso llegó a manejar alguna pequeña tartana corta, que era un carruaje corto de dos o tres asientos por banda especialmente utilizado para recoger al médico, al párroco, al notario, o de paseo. Otras veces acompañaba a la tartana larga que se usaba para viajes largos y transporte de viajeros. El pasajero a quien le tocaba en el centro del tubo viajaba casi a oscuras como en el interior de una profunda cueva. Estas tartanas a ambos lados y colgados de la punta de un mástil llevaban dos faroles de luz de aceite con los vidrios sucios por la grasa. Tou, después de colocar la impedimenta en la parte posterior trincada con correas a tal efecto, se divertía viendo los esfuerzos mayúsculos de las señoras por colocarse dentro del vehículo forzando sus corsés así como el plumaje de sus sombreros barriendo la techumbre del interior, del mismo modo que el cruzamiento de piernas entre los pasajeros uno frente a otro que daban pie a toda clase de comentarios jocosos entre los mayores y de los cuales Tou sacaba sus propias conclusiones generalmente bien distintas de la realidad.
Los viajes se iniciaban en Girona y hacia el norte llegaban a Figueras, Montpellier lo más lejos. Eran un complemento de las grandes líneas de Barcelona a Girona y hacia el oeste cubrían la parte norte de la península, Pamplona, San Sebastián y Bilbao, pero nunca hacia el sur; eso lo hacían otras casas. De esta manera Tou, que a veces cubría esas rutas, empezó a conocer la península, pero por mucho que buscaba no supo encontrar el árbol que tuviera la corteza igual que el trozo de corcho del cual no se separaba nunca a modo de amuleto. Ya se le habían acabado las monedas que su padrino le hubo dado el día de su muerte, así que esperaba reunir algunas para reiniciar su búsqueda hacia el sur. Sabía que estaba en Catalunya, por tanto no podría estar muy lejos la zona que buscaba, pero estaba seguro que sería más hacia el sur.
Pasaron los días y cada vez tenía más práctica en el manejo de los arreos y herrajes y todo lo concerniente al negocio, aunque se aplicaba en su trabajo sólo lo hacía por su sentido de la responsabilidad, y sabiendo que eso le acercaba más a conseguir su fin, por el que había salido de Béziers. A pesar de que su vida había mejorado considerablemente no había modificado ni un ápice su objetivo, cada vez que flaqueaba acariciaba el trozo de corcho y volvía a tener fuerzas renovadoras.
Las casualidades o los episodios sin más importancia a veces hacen cambiar el rumbo de una vida, y eso es lo que le sucedió a Tou. La diligencia que cubría la ruta de Barcelona a Girona, tuvo la rotura de una ballesta de difícil arreglo circulando por el camino real. La ballesta era un pasamano de hierro en forma de arco que unía la rueda con el eje que soportaba la carrocería y que fl exionaba amortiguando el traqueteo de la diligencia, de manera que era imposible rodar sin ellas.
El camino real estaba sometido a la jurisdicción y protección del rey y los hostales constituían unas infraestructuras esenciales en ese camino, además eran los sitios donde llegaba el correo de postas y en cada hostal había un maestro de postas que repartía el correo a las poblaciones cercanas. Ante el percance ocurrido, la diligencia tuvo que parar definitivamente al llegar a una casa de postas llamada “Cal Coix”, que significa Casa del Cojo. Era una posada muy pequeña, como de paso, apenas para dar cambio de postas y algún pequeño arreglo a los carruajes, y donde no acostumbraban a parar las diligencias del trayecto de Barcelona a Girona que tardaban un par de días en realizarlo; contando las paradas para comer y dormir donde los viajeros reponían sus agotadas fuerzas. Sin embargo sí que paraban en la Fonda Europa de la villa de Granollers, cuya fama traspasaba la frontera. Motivo para que los amos de Cal Coix se sintieran en constante competencia, intentando dar cada vez más servicios y calidad para acortar esa rivalidad. Por otro lado, la proximidad de la villa de Girona con más variada oferta, hacía más difícil lograr ese objetivo. El maestro de postas había mandado un correo hacia Girona con el encargo de alquilar otro carruaje que recogiera a los viajeros y pudieran reanudar viaje. Una vez el correo a todo galope llegó a Girona, a pesar de su intensa búsqueda, no encontró ninguna diligencia hasta que fue a parar a la casa donde trabajaba Tou, y se tuvo que conformar con una tartana larga. El encargo cogió de improviso al amo de Tou, quien no dudó en aprovechar el momento para hacer un negocio extra.
Se encontraban en aquel momento solos el amo y Tou en las cuadras, pues ese día todos estaban de ruta, y sólo quedaba una tartana larga; rápidamente la prepararon y salieron los tres hacia el destino: el amo, Tou y el correo.
A Tou aquel inesperado viaje hacia el sur le llenó de ilusión; de vez en cuando miraba de reojo al amo que conducía muy rápidamente el carruaje, recordaba cuando hacía ya casi un año le había recogido en el camino y le había dado asilo y trabajo, y estaba agradecido. Por otro lado el amo estaba contento del comportamiento de Tou y de su trabajo, una vez más hoy había podido constatar su buena labor, nunca había tenido las caballerizas tan limpias y a pesar de que éste dormía al lado de las mismas, su aspecto siempre era aseado y sus modales diferentes de los otros mozos que trabajaban para él, por eso estaba seguro que el día menos pensado marcharía hacia otros derroteros. En cierto modo le recordaba sus años de juventud, cuando empezó con un burro de los llamados burro catalán, que es una raza específica de esa región, y luego poco a poco llegó a tener todo el negocio que ahora había construido; ojalá sus hijos en edad de infantes fueran tan diligentes como ese mozo que recogió casualmente en el camino aquel lejano anochecer.
Al cabo de no mucho rato llegaron a Cal Coix, los caballos estaban fatigados y aunque los viajeros estaban deseosos de cambiar de carruaje fi nalizando su larga espera, era necesario el recambio del tiro, cosa que se encargó de hacer Tou. Mientras hacía el cambio mecánicamente, pensaba en que todavía no había notado nunca el viento que le habían descrito muchas veces sus colegas de trabajo y que llamaban “tramontana” que quiere decir “viento del norte que viene cabalgando por encima de las crestas de las montañas”, un viento tan fuerte y potente que puede llegar a tumbar una diligencia y que obliga a cerrar los ojos cuando te llega de cara. Explicaban relatos de diligencias volcadas con heridos o de las paradas por horas o noches en medio de los caminos en plena soledad, siendo imposible seguir el viaje, a merced de las tormentas y los bandidos. Y de un episodio de bandoleros cerca del hostal de Cal Segador, que años más tarde cambiaría el nombre por Hostal de la Granota, donde hubo heridos y secuestros de parte del pasaje.
Los encargados de Cal Coix habían dispuesto una gran merienda como obsequio a los viajeros con la finalidad de disipar sus malos humores por la avería y contentar al mayordomo de la diligencia, así daría buena publicidad y quizás en el futuro pararía más veces.
Al acabar sus tareas todavía le quedaban algunos minutos a Tou, antes de que los viajeros estuvieran dispuestos. Relajado por tener ya todo a punto para la partida, salió al exterior para dar un pequeño paseo; todo lo que tenía lo llevaba encima, se sentía libre como un pájaro, entonces contempló por primera vez con calma el paisaje, cosa que con los nervios de las prisas no había podido hacer antes.
El hostal está situado después de la “collada del suro de la palla” en la parte noreste; se extiende la zona de “Les Gavarres”, llena de alcornocales, encinares y bosques de rivera. A poniente los bosques de castañeros y el alcornoque corchero son de un color verde oscuro muy monótono por la uniformidad del tono. El espeso matorral hace impracticable el paseo por el bosque a excepción de los senderos que lo cruzan. Algún resto encima de alguna roca delataba la presencia de alguna geneta o “gat mesquer” y también alguna familia de jabalíes. La luz de la media tarde hacía que la claridad se convirtiera en una invitación para la quietud, el olor a pino amortiguado por el de la colonización vegetal de bajo matojo incitaba a respirar profundamente.
Un bosque de pinos y matorrales rodeaba la finca de la posada, un poco hacia la derecha se iniciaba un pequeño sendero. Instintivamente lo siguió y poco a poco se fue alejando de la posada, y entonces vio con más claridad un conjunto de varios árboles de un aspecto diferente al de los pinos al que estaba acostumbrado. Tenían la corteza distinta y subían de diferente manera que los pinos, y a medida que se iba acercando se dio cuenta de algo insospechado. Su corazón dio un vuelco; sí, creía que sí, aquella corteza se parecía al icono que llevaba en el bolsillo de su bata azul; al lado del árbol sacó de su bolsillo el tesoro y comparándolo se apercibió sin ninguna duda de que aquellos árboles eran alcornoques. Lentamente, ya más calmado, se fue fi jando en los mil surcos que formando minúsculas cuevas y montañas componían los pliegues de la corteza, acercó su cara hasta tocar con su mejilla la corteza: olía a húmedo; así de este modo se fue abrazando al tronco, y de pronto su corazón ralentizó su latido. En la parte de poniente donde casi no da el sol y es mucha la humedad, la corteza presentaba un aspecto muy diferente, una capa de verde musgo cubría las cuevas, los valles y las crestas que dibujaban los pliegues de la corteza dura y pegada al tronco. Hundió primero con miedo, de manera tímida y después de forma más decidida su dedo índice en el musgo, éste penetró como si fuera algodón, enseguida notó una sensación de humedad y luego ya totalmente mojado. En ese momento comprendió que había llegado a su destino, pero también comprendió que si bien era el lugar buscado, no la época del año para hacer el pelado. No, seguro que no, se dijo y lloró amargamente. La época de pelado se realizaba de Sant Joan a Sant Jaume, pero dependía de las lluvias, si éstas habían sido abundantes el período era más largo y más fácil el pelado.
No lejos de allí se encontraba casualmente Jordi Torrent, que venía de Blanes de acompañante del magnate Antón Garriga y se disponían, después del alto en el camino, seguir viaje hacia la villa de Cassà de la Selva. Habían ido a Blanes a visitar los astilleros donde construían bergantines y fragatas. Llegaban con los pulmones llenos del olor a brea y mar. Su visita había sido para comprobar la veracidad del armador que iban a contratar y que les había hablado de un nuevo bergantín que estaba ya a punto de botarse. Así la desconfianza de Antón Garriga se superó, Torrent fue a estirar las piernas y tomó el mismo sendero que Tou, entonces vio la sincera escena del muchacho y le conmovió profundamente; era taponero de toda la vida y amaba el corcho. Al ver aquello en aquel mozalbete que tenía un aspecto distinto a cualquier otro de su misma edad y condición, no pudo por menos que acercarse a él y arropándolo con cariño darle sosiego. Tou inicialmente se sintió turbado, nadie le había abrazado así y sentir esa calidez que recibía no encajaba en su esquema mental, pero por eso mismo se le abrieron las compuertas de sus sentimientos juveniles y entre un sollozo mal disimulado y su catalán afrancesado, en pocos minutos le había hecho saber al desconocido una pincelada de su vida y milagros.
Poco después bastó un gesto de Jordi Torrent al amo de Tou para que éste asintiera con la cabeza resignándose a lo que esperaba llegaría algún día, y con los ojos humedecidos se despidió mentalmente de Tou.
La calesa dejaba atrás Cal Coix, por el camino que atravesaba la sierra d’Albera y el Puig d’Arques de suave subida jalonado por bosques de encinares, alcornocales y robledales, salteado por algún perdido ancestral menhir o algún dolmen.
El fuerte traqueteo no impidió que Tou se quedara dormido. Torrent lo tapó con una manta, miró con complicidad a Garriga como pidiendo su conformidad, su pipa se apagaba. El sol ya se despedía, la luz volvía a invitar a la quietud, por el camino cada vez se veían más y más alcornoques, pero Tou aquella tarde no los vio. Torrent lo volvió a mirar antes de atizar su caballo, era menester acelerar el trote. Ninguno de los dos sabía que iban a ser suegro y yerno.
En ese mismo tiempo el papa Clemente XIV a la muerte de su antecesor Clemente XIII, ordena la abolición de la Compañía de Jesús y son expulsados de la península. El casamiento del delfín Luis XVI con María Antonieta de Austria tenía entretenida a la clase política. El explorador James Bruce descubre las fuentes del Nilo azul, en África.