Buscando a mi hija

Capítulo 1

IBIZA

A veces hay momentos decisivos que cambian una vida o acaban con ella. Pero antes te hacen traspasar el oscuro túnel del pasado hasta que encuentras la luz en la oscuridad.

Eso es lo que le sucedió al comisario Pablo Moreno Ramos. Y esta es su historia.


Cuando el avión tocó tierra bruscamente, todo el pasaje notó una sacudida fuerte y el comisario Moreno se despertó sobresaltado.

—Caramba, ya era hora. Te has pasado todo el vuelo roncando sin abrir la boca —le dijo su ayudante, el detective Eduardo Bonilla, que estaba a su lado en el asiento de ventanilla.

Pero lo cierto era que el comisario Pablo Moreno realmente solo había dormido los últimos diez minutos. La verdad es que se había hecho el durmiente todo el viaje manteniendo los ojos cerrados, dejando que su cerebro ordenara la cascada de recuerdos de muchos años, tantos que ahora le parecían vividos por otra persona.

—Bueno, ya hemos llegado —contestó el comisario sin hacer caso del comentario impertinente sobre su dormida.

—Y ahora, comisario, ¿iremos a Santa Eulalia?, me parece que está muy cerca de aquí.

Aquel jueves, el aeropuerto de Ibiza estaba medio vacío, sobre todo a esa hora del mediodía, así que pudieron recoger muy rápido sus maletas de la cinta de equipajes.

—Efectivamente, ese pueblo está solo a unos veinte kilómetros, pero antes vayamos a comer —respondió Pablo.

—Lo que tú digas, donde hay patrón no manda marinero ‍—contestó Bonilla alzando la mano sobre la sien a modo de saludo militar.

El comisario lo miró arrugando los labios y moviendo los hombros, como queriendo decirle que se dejara de bobadas. La verdad era que lo del saludito militar no le sentó nada bien. Todo lo castrense le provocaba un rechazo instintivo motivado por muchos años de vivencias en una familia de militares.

—Te voy a llevar al Montesol —se limitó a contestar secamente—, preparan un frito de pulpo que no veas, para chuparse los dedos. Además, está en el barrio de la Marina, un lugar que debes conocer.

El detective Bonilla entendió que había metido la pata con el gesto. Por otro lado, no sabía qué responder. Eso del frito de pulpo le sonaba a chino, sería una broma o vete a saber; el comisario era un tío lleno de rincones sorpresivos. Solamente se le ocurrió mostrar una sonrisa.

—Yo frito de pulpo no como ni borracho —dijo el detective.

—Tú déjame a mí y luego ya me dirás.

—Pero ¿tú ya conoces esta isla?

El comisario se vio acorralado. Solo le faltaba esa pregunta después del lío mental que llevaba con sus recuerdos llenos de interrogantes que habían pasado como una película en sus reflexiones durante el vuelo.

—Bueno, dejémoslo… digamos que yo viví aquí un tiempo, pero de eso hace mil años —paró de hablar arrugando la frente como cuando se hace mentalmente un cálculo matemático—. Mira, eso fue en el 75 y estamos en el 98, ¡hace más de veinte años!

—¡Ah! —exclamó Bonilla como si hubiera descubierto un enigma que le tenía en ascuas desde su salida precipitada de Madrid con destino a Ibiza, para ayudar al comisario en la investigación de un homicidio cometido en Santa Eulalia—‍. ‍Ahora me explico por qué estamos aquí sin que este caso nos corresponda —paró para observar la reacción de su jefe, pero al ver que nada pasaba se atrevió a proseguir—: Y es que ese homicidio o quizás asesinato, vete a saber, no nos corresponde a nosotros, que somos de la Brigada de Información de Madrid; en esto no pintamos nada. Pero claro, ahora sabiendo que tú conoces Ibiza por haber vivido aquí, seguro que te han llamado para que ayudes en la instrucción del crimen —volvió a parar, esta vez en seco. Lo que había dicho era inconsistente dado como estaba ese caso, debía haber algún otro motivo que no alcanzaba a adivinar; pero era mejor callarse para no meter más la pata. No obstante, no pudo remediar apostillar un final—: Pero aun así no entiendo qué pinto yo aquí. Bueno, es lo que pienso.

—Bonilla, eres un buen detective, pero haber estado infiltrado en la secta CEIS te ha comido el coco —nada más acabar de decir eso se arrepintió de haberlo dicho, pero ya estaba hecho.

El detective no se esperaba esa salida y además le enfadaba, porque era verdad. Esos seis meses que estuvo infiltrado como topo en esa secta estuvieron a punto de hacerle sucumbir porque se tuvo que someter a terapias desestabilizadoras de la personalidad y soportar el poder mental y físico que ejercían los dirigentes. Por eso, una vez desarticulada la secta, lo destinaron como ayudante del comisario Pablo Moreno Ramos. Ahora que le recordaran la secta era como si le tiraran por sorpresa un jarro de agua fría. No pudo evitar que se le desencajara la cara.

—Perdona, hombre, no pongas esa cara. Pero precisamente, si estamos aquí, es por pertenecer a esa brigada que tú has mencionado antes. Y para postre, el CESID, esos de la inteligencia que muy inteligentes no me parecen, y que no paran de marearnos.

—Pero ahora sí que no entiendo nada de nada; un crimen y además casi finalizada la instrucción. Esto es un asunto de la Sección de Homicidios y Desaparecidos, y de la Judicial. Y si no es porque haya algo sobre las sectas destructivas todavía entiendo menos lo del CESID que, como has dicho, siempre nos incordia pidiendo cosas. Por eso te dije antes lo de que te han llamado porque conoces la isla. Pero ya me he dado cuenta de que pensar eso es una estupidez.

—Bueno, ahora dejémoslo, vayamos a comer y te lo explico.

Durante el almuerzo casi no hablaron y lo poco que lo hicieron fue sobre aquel mediodía cálido, pero no bochornoso, típico del mes de septiembre y de los pocos turistas que se veían; y de lo bien que debían vivir esos de los yates atracados en el puerto, que siempre estaban de vacaciones.

El comisario Pablo Moreno era una persona enigmática, muy lista y testaruda que sabía lo que decía. Poco hablador, pero cuando lo hacía era como si quisiera imponer sus argumentos y dejar bien claro que nunca se equivocaba. Un tipo muy discreto, poco proclive a expresar sus opiniones, propenso a guardarse para sí sus ideas y, sobre todo, su vida. Pero ya se sabe: el alcohol baja las defensas y se termina por decir lo que no se quería decir. Eso le sucedió al comisario en la sobremesa, delante del tercer güisqui.

—Pero no me has aclarado todavía por qué estamos en Ibiza, aunque supongo que es porque viviste aquí y conoces esta isla —dijo el detective Bonilla que se atrevió a formular la cuestión al ver que el nivel de camaradería era propicio en aquel momento.

El comisario lo miró sin contestar, alzó su vaso de güisque, lo movió haciendo chocar los cubitos de hielo y apuró el final de un trago rápido; después, cogió el encendedor entre sus dedos y empezó a hablar despacio, como etiquetando las imágenes que le llegaban a su cerebro mientras jugueteaba con el chisquero.

—Mira, Bonilla, no sé mucho más que tú —mintió descaradamente, sí sabía muchas cosas, pero no le interesaba mostrar sus cartas todavía—‍. Hace dos martes le rebanaron el cuello a un tal Alejandro Sánchez en plena terraza de un bar de aquí. Así de sencillo, el asesino lo esperó, cruzó unas palabras y de golpe, ¡zas!, con un cuchillo jamonero se lo cargó. Por cierto, creo que los submarinistas de la Guardia Civil andan buscando el cuchillo. 

—¿Dónde lo buscan?

—En la desembocadura del río seco de Santa Eulalia. 

—Y ese tío se lo cargó así, sin más.

—Pues sí. Te resumo el informe del forense. Motivo de la muerte: exanguinación. Causa de que terminara desangrado: profundo corte en el cuello con rotura de la yugular.

—¡Joder!, sí, eso está muy bien, pero me dijiste en Madrid que el asesino se ha entregado a la Guardia Civil.

—Efectivamente así es, hace cuatro días. Un joven, no recuerdo su nombre, pero todos le conocen por el Coleta.

—¿Y el móvil?

—Las primeras investigaciones apuntan a una venganza. Por lo visto el muerto parece que abusó del asesino siendo este menor de edad —dijo el comisario con un tono de voz despectivo—. Es un crío, tiene diecinueve años. Pero todo es muy confuso porque ha confesado ser el autor del asesinato, pero no ha aclarado el móvil del crimen.

—Todavía entiendo menos lo que hacemos aquí. Confuso o no, este es un caso resuelto y que no tiene nada que ver con nuestro departamento. ¡Joder, deja de mover ese puto encendedor! —se quejó Bonilla.

Al comisario le daba el sol en la cara y todavía resaltaban más sus pómulos altos y sus labios gruesos, y le brillaba más el cabello espeso con sienes entrecanas. Era alto y fornido, pero con unas manos que eran todo hueso y unos dedos largos y finos que siempre mantenía jugando con algo.

—Pues ya te he dicho que la declaración del Coleta es confusa —calló dudando si proseguir, pero al final lo hizo—‍: ‍Yo conocía a Alex.

—¿Alex? —preguntó Bonilla como sorprendido.

—Sí, el muerto.

—¿Y cómo es que lo conocías? —volvió a preguntar Bonilla que empezaba a pensar que, si estaban allí, era por algo más que el comisario se tenía guardado.

—No pongas esa cara. Yo te lo explico, pero antes debo contarte por qué llegué a esta isla.

—Pues soy todo oídos.

—Papá me obligó a que estudiara una carrera, y a regañadientes escogí la de derecho.

—¿Por algún motivo? —Bonilla pensó que con esa pregunta quizás estaba preguntando demasiado y, aunque parecía que al comisario aquello no le importunaba, debía ir con más cautela.

—Pues muy sencillo, era una carrera fácil que me permitía seguir de manera muy activa el movimiento estudiantil contra el franquismo. Ten en cuenta que Franco ya estaba con medio pie en el otro barrio, por eso ese movimiento estaba en su punto álgido —dijo el comisario que era consciente de que no le contaba todo sobre su rebeldía contra el sistema, pero nunca había hablado de eso con nadie y no lo iba a hacer ahora. Intentó salirse por los cerros de Úbeda—‍: ‍Además, desde que el ministro Fraga Iribarne había empezado a abrir el país al turismo, había ciertas cosas que se veía que empezaban a llegar para quedarse.

—Tienes razón, yo recuerdo algo de eso en mi adolescencia —dijo Bonilla, deseando intervenir en aquello que se estaba convirtiendo en un monólogo que sonaba a justificación de por qué el comisario salió pies para que os quiero hacia Ibiza.

—Entonces, recordarás esos años convulsos de huelgas y movilizaciones por la amnistía, por la ruptura con el régimen franquista —carraspeó varias veces, lanzó una ojeada a su alrededor como el que otea buscando algo y bajó el tono de voz—: Yo era uno más de los que corría delante de los grises con un diario enrollado y apretado en un puño, como simbólica arma de defensa, y que cada vez que me detenían papá me sacaba del calabozo. 

—Recuerdo esos años, con todo aquello que venía de lejos, desde la muerte de Enrique Ruano —volvió a intervenir Bonilla, no pensara el comisario que él no tenía ni idea de esos convulsos años. 

­­—Efectivamente, eso fue el inicio de las revueltas, que fueron aumentando, con la muerte de Carrero Blanco y el proceso 1001 contra Comisiones Obreras y todo lo demás.

—Tienes razón, y sobre todo con la ejecución de Salvador Antich. Y ya sabes que, con la misma velocidad con que se incrementaban las manifestaciones, se recrudecía la represión policial. Por eso podrás entender que en medio de todo eso me marché buscando otros horizontes. 

—Vaya, tu padre debía estar muy cabreado contigo, siendo él un militar de derechas.

—Sí, lo estaba, pero yo todavía más al ver que mis compañeros de manifestación se quedaban en las mazmorras, sobre todo los obreros, a los que encima apaleaban. Por eso tomé las de Villadiego y vine a Ibiza en busca de no sé bien qué.

—¿Ya había muerto Franco cuando llegaste aquí?

—Bueno, yo llegué en el verano del 75. Ese sanguinario seguía vivo, pero ya hacía semanas que todos esperábamos su muerte, a pesar de las noticas manipuladas que ocultaban la gravedad real de su enfermedad.

—Así que, como otros, te hiciste hippie, ¿no?

—Eso no era una cuestión de hacerse o no, como si te apuntaras a un club, aunque tal vez lo pareciera. En esos años, en este país los jóvenes no andábamos tan lejos de los del resto del mundo como pudiera parecer, y no solo por la entrada de las drogas, en especial la heroína, que no tardó en ser un verdadero problema, sino que consumíamos la misma música, vestíamos la misma ropa, llevábamos el mismo pelo, perseguíamos el mismo sexo y, puede que aún más que en otros países, ansiábamos la misma libertad. Luego vino el desencanto, porque no basta vivir en democracia para que todos los problemas terminen. Yo me desencanté antes de la política o me cansé de pelear en casa, es igual, el caso es que me vine a Ibiza buscando algo diferente, ya te lo he dicho antes.

—¿Diferente?, ¿qué quieres decir con eso?

—No sé qué decirte. Ni aún ahora, con el paso del tiempo, puedo responder a esa pregunta. El caso es que apenas estuve un año aquí. Eso sí, vivido intensamente. Al volver a Madrid todo fue muy distinto, como la noche y el día.

—¿A qué te refieres? ­­—a pesar de la pregunta, Bonilla lo que seguía sin entender es cómo Moreno podía haberse convertido nada menos que en policía.

­­—Como tú has dicho antes, papá estaba harto de mí, y mi huida fue la gota que colmó el vaso. Así que cuando regresé me obligó a retomar la carrera de derecho y, no solo eso, además me metió a trabajar en un bufete de abogados amigos de él y de su misma cuerda.

­—Perdona, pero es que no me cuadra nada… —Bonilla enseguida se dio cuenta de que estaba metiendo la pata con eso, así que se calló de golpe.

—No te calles, entiendo tu sorpresa, pero es que es tal cual. Resulta que acabé Derecho, pero estaba harto de ese bufete, de modo que me apunté a las oposiciones para la policía. —Pablo paró, sacó un Chester, picó la punta del cigarrillo contra el sobre de la mesa, luego se lo puso en los labios y lo encendió. Sin duda estaba ordenando su cabeza para contestar esa pregunta que tantos años llevaba con mil respuestas, ninguna certera: por qué hizo eso—. Verás, con los años he llegado a la conclusión de que actué así para fastidiar a papá. Es como aquel cuento del tío al que le daba miedo el agua y se tiró a la piscina y se ahogó, todos dijeron que lo había hecho para saber cómo era lo que tanto temía. ­­

—Entiendo ­­—dijo Bonilla, pero mentía; no entendía nada de ese rollo absurdo de la piscina, pero no se atrevía a pedir que se lo aclarara, se limitó a decir—: ¿Y qué sucedió después?

­­—Entré en el cuerpo de policía y, sin yo saber por qué, papá me enchufó en lo más alto del cuerpo.

—Hombre, quizás lo hizo por entender que no había nada que hacer contigo, y era mejor que estuvieras donde él podía saber de ti.

—Bonilla, eso no lo sé. Posiblemente sea como dices. 

—Pero ¿para qué me cuentas lo del enchufe paterno?, si me permites decirlo —‍interrumpió Bonilla—. Todo Dios en comisaría sabe lo que hizo tu difunto padre.

Ese comentario, en otras circunstancias, hubiera enfurecido al comisario. Pero, dado el grado de alcohol que corría por su sangre, fue como si no las hubiese oído.

—No seas impaciente. En fin, para hacerlo más corto y raso, te diré que yo fui uno de los que detuvieron al tal Alex en el 84. Poco después desarticulamos la secta Edelweiss. Así que ya lo sabes, yo sé muy bien quién es la víctima de Santa Eulalia del Río.

—Ese mismo año se desmanteló el Centro Esotérico de Investigación, esa puta organización donde estuve de topo, ¿recuerdas?

—Cómo no iba a recordarlo si llegaste hecho polvo a mi departamento después de esa misión. Pero ya sabes que años después resurgió algo muy parecido.

Bonilla, que no quería recordar ese episodio de su vida, tiró pelotas fuera.

—Antes dijiste que conocías muy bien a ese tipo, ¿no? ‍—‍preguntó el detective.

—¿A quién te refieres? —dijo el comisario distraído, como si le hablaran de otra cosa.

—¡Joder!, ¿a quién va a ser?, al tipo que han degollado ‍—‍dijo Bonilla que notó el despiste, como si el comisario estuviera en la luna de Valencia.

—Sí, perdona, ya te he dicho que fui uno de los que lo detuvimos. Pero no solo lo conozco de esa detención, cuando yo era un crío y mamá me apuntó a la asociación juvenil de montaña Edelweiss, él era el jefe. Pero supongo que en esa época todavía no era una secta. Por entonces yo tenía catorce años.

—¿Y cómo te metiste en eso?

—Vivíamos en la calle Pío XII, en el barrio de Chamartín, al lado de la parroquia de Nuestra Señora del Sagrado Corazón; allí estaba esa asociación. Mamá era muy piadosa, así que me apuntó. Para que saliera de excursión con ellos.

—¿Y tu padre? No me lo imagino a él muy meapilas. 

—Oye, el comisario soy yo y parece que me estás sometiendo a un interrogatorio, ¿no crees?

El detective Bonilla notó que Moreno había dicho eso sin su tono habitual de firmeza, así que pensó que no era más que una pose y que en el fondo el comisario deseaba hablar de su vida y no guardarla para sí, como hacía habitualmente. No en balde todos en la oficina sabían de su apreció por el silencio, por no opinar; y que su vida privada era eso, privada. Pero Bonilla cambió rápido de idea y atribuyó aquella apertura a algo más simple: al alcohol. De hecho, eso del alcohol también era una novedad; en todos los años que llevaban juntos era la primera vez que compartían unas copas.

—Perdona si te ha dado esa impresión. La verdad es que sigo dándole vueltas a qué hacemos aquí, por mucho que tú conocieras al muerto.

El comisario alzó la mano e hizo un gesto al camarero para que sirviera otra ronda. Era tarde y corría una ligera brisa de poniente que hacía muy agradable la estancia. Moreno pensó que quizás era hora de que le contara algunas intimidades a ese detective, no en balde los dos habían compartido más de una misión delicada de esas que te acercan al compañero. Por ejemplo, en enero de ese mismo año habían conseguido abortar en el último momento el suicidio colectivo de treinta y tres miembros de una secta. Atendieron la alerta de la Interpol sobre la sospecha de un suicidio colectivo de la secta Centro de entrenamiento de la energía Atma, se desplazaron a Tenerife y, en colaboración con los compañeros de esa isla, ambos dirigieron toda la operación. Aquel éxito fue un auténtico subidón para la moral de ambos.

Además, después de todo, que más daba. Estar allí, en Ibiza, después de tantos años, había invadido al comisario de un no sé qué que le impelía a repasar su vida. Había ordenado secuencialmente el aluvión de imágenes y recuerdos que le llegaron en el avión, mientras simulaba dormir. Y le inundaba una imperiosa necesidad de contar a alguien todos sus pensamientos, como si una erupción volcánica en su interior expulsara la lava de manera irremediable.

—Se nos ha hecho tarde —dijo el comisario—. Así que mejor vamos mañana a primera hora a Santa Eulalia. Que vayamos hoy no va a resucitar al muerto. Así que relájate y disfrutemos un poco de lo que queda del día y esta noche iremos de paseo a ver a las turistas que pululan por aquí ‍—‍paró de hablar al tiempo que el camarero llegó con otros vasos y la botella de güisqui Cardhu 12 años.

—No se lleve la botella y traiga más hielo, por favor —dijo el comisario dirigiéndose al camarero.

Bonilla estaba totalmente desconcertado, nunca había visto al comisario de esa manera, y no sabía muy bien cómo tratarlo, si con más confianza o, como siempre, guardando las distancias que de una u otra manera imponía a todo el personal. Además, lo que había propuesto de las turistas no le gustaba nada. El comisario, si no estaba equivocado, era un tío divorciado y sin hijos. En cambio él estaba casado y era padre de familia. El detective se dijo que ya vería la manera de sacárselo de encima.

Bonilla, era cinco años más joven que el comisario, pero con su aspecto huesudo y una barba pelirroja que le enmarcaba la cara alargada y estrecha parecía todavía mucho más joven que Pablo Moreno. Además, era un tipo lleno de nervios, de esos que necesitan sacar la pierna del asiento del avión de vez en cuando o remover constantemente el culo en la butaca del cine. Había superado una crisis emocional de tal intensidad que todos pensaron que se iba a volver loco, o que ya se lo había vuelto. Lo que había producido todo aquello fue infiltrase durante seis meses en el Centro Esotérico de Investigación y que a punto estuvieran de convertirlo en un adepto más o de romper su personalidad en mil pedazos. Lo único bueno fue que gracias a él se desarticuló la secta y acabaron detenidos todos sus jefes.

Toda la historia era conocida por el comisario Moreno y, aunque no hablara de ello, tenía cierta admiración hacia aquel detective por aquello. Ahora, por primera vez, tal vez por ese ambiente de intimidad alcohólica, se daba cuenta de la poca consideración que había tenido con él todos esos años. Quizás era el momento de abrirse un poco. Además, el güisqui ayudaba.

—Antes me preguntaste por la opinión de mi padre sobre que entrara en aquello de la parroquia. Ni él ni nadie me lo ha dicho nunca, pero fue él el verdadero artífice de que yo acabara en Edelweiss.

—¿Por qué dices eso?

—Alex, nuestro fiambre, entonces tenía veinticuatro años y fue el que montó la que empezó siendo Asociación Juvenil de Montaña Edelweiss. A papá el tipo le gustó porque era un exlegionario y aquello era lo más parecido a un ejército. No tardó en cambiar el nombre por el de Boinas Verdes de Edelweiss, y se fue extendiendo por muchos colegios. Alex era todo un caballero amable y educado, pero capaz de lavar el cerebro a cualquiera. Yo tenía catorce años, educado en el ambiente de un teniente coronel ganador de la guerra —cogió el vaso y dio un trago. Lo hizo lentamente, como tomándose tiempo para ordenar el discurso—. ¡Qué cojones!, para que andar con rodeos, educado por un padre militar franquista convencido y por una madre de misa diaria…

—Pues eres la prueba de que los padres pintamos mucho menos de lo que nos creemos o quisiéramos. Mírate a ti, un demócrata incombustible y no sé, no creo que la iglesia sea el lugar más probable donde encontrarte.

—No me des coba, ¡joder! Lo que pasó es lo que ocurre muy a menudo si te pasas con la presión: la caldera estalla. En mi caso provocó que me rebelara —‍el comisario era consciente de que no lo contaba todo, pero nunca había hablado de eso con nadie y no lo iba a hacer ahora—. Eso mismo le paso a muchos de mi generación, no fui el único.

—Ya, supongo. Incluso de la mía más de uno se ha largado en busca de otros aires. Diría que eso pasa en todas las épocas con los jóvenes.

—Sí, claro —concedió el comisario, aunque seguía pensando que aquella época había alumbrado una juventud muy especial—. El caso es que esto era otro mundo, desde lo del Spain is different!, a los extranjeros se los dejaba a su aire, incluso disfrutaban de una libertad que no tenían en sus países. Vamos, que esto se llenó de hippies, de música de los Beatles, los Beach Boys, la moda de la meditación, el yoga, el pachuli y todo eso proveniente de la India. Así que aquí acabé yo: con veintiún años y en el paraíso de la contracultura. —El comisario aspiró del cigarrillo que sostenía entre sus dedos, juntó los labios y exhaló el humo formando pequeños círculos que ascendieron hasta diluirse como si fueran señales de humo de los apaches—. La dictadura había sido sangrienta y por ahí fuera la única explicación que le dieron a que no se liara una gorda fue el miedo de todos a repetir la barbarie de la guerra civil.

—Todo eso es verdad, pero algunos creen que esa transición no fue tan del todo borrón y cuenta nueva.

—A mí me lo vas a decir que soy hijo de un militar franquista. Todavía tienen que pasar muchos años para que la sociedad descubra que todo fue un teatro fingiendo que se olvidaba, se perdonaba y se pactaba. Pero tú sabes igual que yo que los nostálgicos del régimen seguían inalterables, deseando que todo cambiara para que no cambiara nada. Nada más hay que ver lo que pasa en algunas comisarías.

—Es verdad, pero a pesar de todo me dejas de piedra.

—¿Y eso? —preguntó el comisario un poco sorprendido.

—Antes me hablaste de tu educación inmersa en los principios de la dictadura y ahora me cuentas esto.

—Justamente así es, fui educado con las directrices franquistas, pero ya te dije que me revelé y me marché de casa. Pero es verdad, pertenezco a una generación que la educaron así y muchos han querido continuar con los privilegios de sus padres, disfrazados de una falsa democracia o, sin ser tan crítico, digamos que de baja intensidad.

A medida que disminuía el nivel de la botella el tono de la conversación saltaba las barreras que el comisario acostumbraba a poner con sus colegas.

—Todo este rollo de tu familia y de Franco está muy bien, pero dime, ¿qué coño tiene que ver con el tal Alex y nuestra presencia aquí, si es un crimen prácticamente resuelto? ‍—‍dijo Bonilla sin que acabara de entender por qué le había soltado el comisario todo aquel rollo, sin haber entrado en lo que en verdad él quería saber: qué pintaban ellos en Ibiza y qué tenía en verdad que ver aquel asunto con ellos.

Pablo Moreno no contestó enseguida, esa observación que banalizaba su juventud no le había gustado. Quizás no debió haber hablado tanto sobre sí mismo, aunque eso sirviera para entender por qué estaban allí.

—Bonilla, eres un impaciente. Ya te conté que al muerto, al tal Alex, lo detuve hace años. ¿Sabes qué me ayudó a esa detención?

—Supongo que una buena investigación.

—Entre otras cosas. Pero lo básico es que yo había estado en el inicio de Edelweiss. Y aunque salí de esa organización y era muy joven… —el comisario no acabó la frase. Recorrió con la vista el restaurante y, cuando su mirada regreso hasta la botella de güisqui, prosiguió con voz tranquila, lentamente—: Tuve tiempo para conocer la personalidad de Alex y eso me facilitó las cosas para entender y apoyar las denuncias de corrupción de menores que salieron años más tarde…

—¿También a ti? —interrumpió Bonilla.

Escuchar esa insinuación hizo que el comisario sintiera las palabras como si fueran astillas clavadas en el corazón. Empezó a notar una sensación extraña en el fondo del estómago, algo duro y amargo. Pero acostumbrado a salvar situaciones difíciles, casi no se le notó nada.

—¡No, hombre, no! A mí no me tocó ni un pelo, quizá porque lo calé enseguida —dijo con un tono un tanto dubitativo, como cuando delante de un profesor no estás seguro al cien por cien de lo que respondes—. Yo me las piré en cuanto empezó a adoctrinar a los chicos con una mezcla de teogonías: Testigos de Jehová, Misión Rama, Niños de Dios, Nazis, La legión, Juan Salvador Gaviota.

—Joder, menudo cóctel de siglas —dijo Bonilla que había percibido el tono de duda en la respuesta del comisario, pero prefirió no hurgar más en la herida.

—No solo eso, sino que convenció a los chicos de que él era el príncipe Alain del planeta Ummo…

—Pero el tipo que había inventado eso de los platillos volantes de ese planeta lo desmintió todo —dijo Bonilla, que conocía igual que él los entresijos de esa secta, pero prefirió hacerse un poco el loco y dejar que hablara.

—Sí, precisamente lo desmintió porque supo que los chicos de Edelweiss se tatuaban en el interior del brazo el signo de Ummo, confesó públicamente que todo eso del planeta Ummo y la civilización Ummita se lo había inventado para dar relieve a sus conferencias sobre ufología.

—Entonces eso dejaría al de Edelweiss con el culo al aire, ¿no? —‍Bonilla volvía a hacer ver que no sabía la respuesta.

—Alex era tan hábil que pronto cambió el planeta por otro llamado Delahis, solo habitado por niños y donde irían los adeptos a la secta salvándose de la llegada de un apocalipsis. Eso sí, después de morir por sí mismos cuando llegara el momento y habiendo aprendido a entregarse sexualmente entre ellos y a sus jefes.

—En definitiva, si lo piensas, todas las sectas destructivas incorporan el sexo. Pero lo que no entiendo es cómo en esos años la policía pasaba tanto de eso.

—Pues te lo voy a contar. Cuando acabé derecho, aburrido de ser un pasante en aquel gabinete de abogados, como ya te dije antes, aprobé las oposiciones y entré en el cuerpo de policía. Me metieron en un rincón y, como yo sabía inglés, me pusieron a detectar lo que se publicaba sobre España en las revistas extranjeras. 

—Vaya cabronada de destino, ¿no?

—No te creas, con el tiempo lo he agradecido, porque eso me permitió, por lo que aprendí leyendo los artículos, estar al día en lo que iba llegando referente a nuevas tecnologías. 

—¿No pasabas informes de eso?

—Claro, a punta pala —dijo Pablo un tanto alterado. 

—¿Y hicieron caso de tus informes?

—Como si escucharan llover. Así nos ha ido. Y eso por no hablarte del tiempo que me destinaron a perseguir robos de obras de arte y los falsificadores de pintores famosos —‍contestó el comisario.

—Tienes razón, pero creo que los políticos ya se empiezan a dar cuenta de que internet es bueno y también malo si no se utiliza bien. Aunque no hagan gran cosa.

—Pues es verdad, en los Estados Unidos han empezado a detectarse estafas por ese sistema y también lo utilizarán las sectas para reclutar adeptos. Y te voy a decir otra cosa, este cambio nada más ha hecho que empezar.

—¿Qué quieres decir?

—Ya iremos viendo cómo esas tecnologías cambiarán la vida. Y, como no se pongan las pilas en este país, quedaremos atrás —dijo el comisario al tiempo que pensó que con eso había ido demasiado lejos, y quiso suavizarlo. Pero todavía lo empeoró—. Además, en esos años y en este país, nadie hacía caso de este fenómeno sectario.

—Llevas razón, en esa época reinaba una inacción de las fuerzas policiales sobre las sectas. Es que habían sido muchos años en la España del nacionalcatolicismo. Acuérdate de que en esos años los jesuitas y religiosos del Corazón de María sostenían que quien muriese con ellos se salvaría y quien estuviese fuera se exponía a condenarse. No es de extrañar esa poca acción que te decía. —calló para tomar un trago largo y prosiguió—: A pesar de todo, ya te he comentado antes sobre mi posición privilegiada respecto al tema informático. Quizás por eso ahora, ya sabes, somos una unidad de la Brigada de Información de Madrid e incluso colaboramos con el CESID.

El comisario estaba convencido de que en su día, cuando empezó en el cuerpo, ese destino fue para tenerlo lejos, distraído, analizando revistas y sin que diera mucho la lata. Era licenciado en derecho y un enchufado de un alto militar, que además era su padre; y eso cabreaba a todos.

—Se bien que nadie hacía nada —dijo Bonilla—. Yo lo viví antes de entrar como topo en la secta CEIS, y no me explico el porqué de esa dejadez.

—Pues básicamente se debía a la interpretación de los políticos y la protección constitucional sobre la libertad de culto que impide en cierto modo perseguir las sectas como tales. Y además estaba el miedo a que una presión mal ejercida acabara en otro episodio de suicidio colectivo. Ten en cuenta que todavía estaba fresco el suicidio de los novecientos miembros de la secta de Los niños de Dios en Guyana en noviembre del 78.

—Es verdad y eso que habían pasado seis años de esa barbaridad, pero es que ese episodio resultó muy fuerte en todo el mundo.

—Vale, pero también recuerda que, a pesar de todo, resolvimos casos.

—Así es —dijo Bonilla—. La alerta que vino tras el terrible suceso de Quebec que implicó a la secta destructiva La Orden del Templo. Aquello de clavarle a un bebé de tres meses una estaca en el pecho tres veces porque, según ellos, era el anticristo.

—Eso y más tarde los suicidios en los burdeles franceses.

—Ya, y aquello de Tenerife, que también pudo ser horrible. Todavía tengo grabada en la memoria la imagen de los catorce hombres, las trece mujeres y, sobre todo, los cinco niños, todos descalzos y vestidos con túnicas blancas, que si llegamos a tardar un poco más los encontramos muertos, víctimas de otro maldito suicidio colectivo.

Se hizo uno de esos silencios profundos que se instalan cuando nadie puede añadir nada nuevo al relato, o al menos más profundo, porque lo narrado ya es de una intensidad difícil de superar.

—Llevo mucho rato hablando y ya me he quedado sin aliento para continuar —arrancó el comisario al rato—. Además, la botella se ha acabado… Y todavía queda mucho que contarte del motivo por el que estamos aquí. O pedimos otra botella o lo dejamos aquí y mañana, antes de ir a Santa Eulalia, acabo la historia. ¿Qué te parece?

—Mejor buscamos un hotel y, como quien dice, mañana será otro día.

El comisario agradeció esa respuesta de Bonilla, estaba cansado y, quisiera reconocerlo o no, tanto güisqui empezaba a hacerle efecto.

—Me parece muy bien.

Bonilla estaba contento, parecía que se había olvidado de aquello de dar un paseo nocturno para ver a las turistas. Esa visita, gracias a Dios o al güisqui, vete a saber, se había derrumbado como un castillo de arena al embate de las olas.

Tomaron un taxi hacia la cercana playa de Talamanca, al hotel Siroco, que era el que les habían aconsejado en el restaurante. La brisa de poniente ahora impregnaba el aire de olor a salitre. Antes de entrar, caminaron un rato por la playa.

La mirada del comisario se concentró en las barcas varadas sobre la arena, todas ellas con nombre de mujer. A su cabeza regresaron con más fuerza los recuerdos de su pasado, como si ese viaje fuera una vuelta atrás destinada repasar con detalle toda su vida pasada.

El siguiente sería otro día y entonces llegaría el momento de explicaría la misión a Bonilla.